Los sonidos de la cuadra


Recuerdo haber crecido escuchando algunos sonidos particulares que marcaron mi memoria. En casa era familiar el repiqueteo de una Singer de pedal que Mamalolita manipulaba con increíble destreza durante todo el día, acompañando la tarea con un silbo largo y melancólico; ya al final de la tarde, siempre con una copla, ella mostraba orgullosa el producto de sus manos.

De la calle evoco el repiqueteo indetenible del telégrafo del pueblo; un sonido que emergía misterioso desde el interior de la casa del telegrafista durante todos los días del año; sonido del que yo, aun pequeño, intentaba descubrir la fuente saltando delante del gran ventanal permanentemente abierto a la calle, pero sólo me topaba con un gran reloj de pared cuyo algún tic-tac era opacado al instante por el sonido perenne del telégrafo.

A eso de las cuatro de la tarde, cada cierto tiempo, se formaba una algarabía entre chicos y grandes, prisa, risas, y uno que otro llanto; se acercaba el carro de los helados, sonaba la sempiterna melodía que parecía extraída de una cajita de música y que aún al escuchar de vez en cuando por ahí, como perrito de Pavlov, se me hace agua la boca.


Autor: José Marcano Carpintero

Un mandao con ñapa



José Marcano Carpintero

Uno de los tantos roles que cumplí en mi niñez fue el de mandadero. Hacer mandados es todo un arte e implica, entre otras virtudes, rapidez y honestidad. Siempre hubo mandaderos, raudos, lentos, distraídos, los que entregaban el vuelto fallo; los más comunes, aquellos que se demoraban con el mandado por estar jugando pichas. Había casos muy especiales, como el de Michía, un triponcito sobrino de la abuela que tenía por costumbre pedir ‘la ñapa de papelón’, tantas veces fuera a la bodega. Un día el bodeguero, hastiado, le dio de mala gana un papelón y la orden: “te lo comes todo aquí mismo”, el negrito lo engulló completo; llegó a casa exultante, los cachetes y la panza manchados de melao. Un ataque de lombrices lo mantuvo convaleciente algunos días y lo libró de la costumbre de pedir la ñapa de papelón. En otra oportunidad se vio en serios aprietos cuando llegó con el casabe pellizcado casi hasta la mitad y el cuento de que así se lo habían vendido, la abuela inmediatamente lo puso de vuelta a cambiarlo con la amenaza de una pela. Ya los muchachos no hacen mandados… y la ñapa, ni se nombra.



Flores en la cama


Extendidas sobre la cama parecen un mar multicolor, formado por muchos corales; son las colchas de flores de la abuela. Pasaba horas sentada en su silla de cuero y madera, la misma que heredó de su padre, con una cesta de retazos sobre las piernas; tijeras, aguja y dedal en mano iba recortando y armando con fina puntilla cientos de flores y moticas, o recortando cuadrados y rectángulos de colores diversos que almacenaba como preciado tesoro.

Siempre la sorprendía en las noches acurrucadita en la cama, murmurando sus cantos y cosiendo a mano para espantar el insomnio. Sus finos dedos de costurera diestra le iban dando formas, con precisión geométrica, a hermosas sabanas de retazos que calentaban las noches de frío y que ella mostraba con orgullosa vanidad a quien llegara a casa.  

Al final de sus muchos años a todos nos fue regalando una. Hoy, al verlas extendidas, me doy cuenta que al azar iba armando mapas apócrifos, informes figuras que parecen selvas, pero tibias. En ellas creo poder descifrar el secreto de los pensamientos y de los sueños de la abuela, escritos con la punta de una aguja sobre cientos de retacitos de tela.


Autor: José Marcano Carpintero

Tardes de Medialuna


Uno de los tesoros más hermosos que guardo en mi memoria son las tardes de empanadas con la abuela. Una magia festiva envolvía aquellos momentos deliciosos, magia acentuada en el instante cuando paladeaba aquel primer bocado de sabor y aromas irrepetibles.

         Era un ritual hermoso que comenzaba con la escogencia de un trozo de queso blanco, no muy salado, fresco; seguía la preparación de la masa con harina de maíz y harina de trigo, una pizca de sal y un guiño de dulce, generalmente papelón, sobada con fervor para ‘darle el punto’.

     Meticulosa la abuela, de rígido turbante, iba preparando todo con diligente sonrisa y un son casi imperceptible que brotaba de sus labios, traducido en ritmo de polo o galerón. En una mesa grande distribuía los ingredientes. Las manos diestras iban dando forma a las empanadas y de vez en cuando un tirón a una manita intrusa que entraba furtiva en el tazón de queso rallado.

     Aquellas manos mágicas de la abuela, las mismas que hacían los buñuelos, iban de la mesa a la paila y volvían a la mesa con el manjar servido, un pocillo de chocolate claro y el derecho de pedir otra medialuna.

Autor: José Marcano Carpintero